a donde sea que estés

Hay muchas partes de la realidad a las que todavía me niego, porque o me parecen inverosímiles o quisiera que así me parezcan. Ir a un velorio y que haya estadísticamente más niños que adultos es una de esas cosas que me parecen de mal gusto. Incorrecto, errado, no sé. No hay motivos coherentes para que una ronda de veinteañeros con camperones y buzos de polar estén un martes a la madrugada con mucho olor a pucho encima llorando y despidiendo a un amigo que tenía su misma edad. Improbable. Sin embargo está pasando y yo también estoy ahí.
Nadie lo dice en voz alta y sin embargo todos lo piensan para adentro: si al final la muerte sucede tan livianamente, tan de un tirón y sin avisar entonces estamos perdidos. No perdidos sin reparo, sin salvación, como quien pierde un juego y tiene que darse de baja al instante. Pero definitivamente perdidos. Igual que un chico de cinco años que en plenas vacaciones en la costa se distrae jugando en la orilla del mar y pierde de vista a su familia; al darse cuenta entra en llanto, mira desesperado a todos lados hasta que un extraño lo sube a los hombros y toda la comunidad costera empieza a aplaudir coordinada buscando ubicar el paradero de sus padres. En general, los encuentran. En general, la gente que se pierde de camino a casa puede preguntar alguna indicación en un bar o un kiosco de barrio y pedirle a alguien que le comparta datos o que le preste el celular para entrar a google maps. Lamentablemente no estaría siendo el caso. En general, los niños de veintiún años que conservan un brillo precioso en la mirada no se suicidan. Y sin embargo la norma no parece aplicable a todos los casos por igual. Perdidos como buscando una salvación que probablemente no vaya a llegar. En este caso, somos veinte chicos de veinte años, más-menos, que están en la orilla mirando a su alrededor buscando a otro más de ellos que hasta ayer estaba y hoy no aparece en ningún lugar. Nadie aplaude esta vez, solo hay abrazos de consuelo. La pérdida es tan de mentira que ni siquiera hay posibilidad de volverse a encontrar: es irreversible.
“Siglos de siglos y solo en el presente ocurren los hechos; innumerables hombres en el aire, la tierra y el mar, y todo lo que realmente pasa me pasa a mí [...]” decía Borges.
Es tan universal la muerte y así y todo nadie sufre tu partida tanto como yo. Los que te conocimos y yo, los que sonreiamos cuando te veíamos venir y yo. No me importa cuánta gente se haya ido antes que vos porque con todo esto alcanzó para que me enoje lo suficiente con Dios y con vos por igual. Yo sé que no es el fin del mundo y al mismo tiempo para vos sí lo fue. Lo curioso de esta amistad es que no haya alcanzado para sostenerte y que la culpa sea inutil en un mundo del que ya no formas parte porque en medio de una crisis, un delirio o mismo una plenísima lucidez así lo quisiste. Quién sabe ahora en medio de qué, quién sabe ahora lo que sea. Entonces cuando alguien me quiera explicar algo yo les voy a decir que no hace falta porque te conocí a vos que lo sabías todo, que sin querer nos arrastrabas a la fuerza a una ciudad más divertida y con muchísimo más para ofrecer que lo que había ahí en un primer lugar. Y ahora los chistes de los demás nunca van a parecerme tan graciosos porque sé que igual vos los hubieses podido hacer mejor. Hubieras podido todo mejor.
Quizás en lo abrupto de todo buscabas inmortalizarte, a la fuerza. Quedarte joven, hermoso y eterno en el imaginario y la piel de cada una de las personas que te quisieron porque igual era tan imposible no adorarte, lo tenías clarísimo. Tenías una sonrisa tan hermosa, hijo de puta. Pero sí es verdad que ahora te veo en todos lados y no solo cuando tomamos mates y te quejas de alguna chica que te gusta y esta en otra, te pasaba seguido eso, nunca fue tu cosa el buen timing. Te veo en mi habitación fumando porros mal armados y en la plaza y en el colectivo y en el patio de casa y cada vez que me estoy riendo y cada vez que estoy llorando porque no lloraba hace un montón y vos me obligaste a volver. Reincidencia. Lo del duelo es confuso porque hay veces que me disocio durante días y hay días enteros que no me dejan transitarlos si no es recurriendo a tu imagen cual estampita de La Virgen María buscando un recuerdo que me confirme que fuiste de verdad y que para siempre vas a estar ahí si así lo decido.
No hay mucho para hacer cuando muere un amigo. La certezas se desvanecen y nosotros que a tu lado lo habiamos entendido todo retrocedemos cinco casilleros en un juego que arrancó con inocencia y diversión pero que en el camino se volvió un espacio liminal. Casi no quedan biblias para releer ni libros de recetas para seguir y la complejidad de lo real sobrepasa todo eso de lo que hasta hace un rato eramos capaces. La llamo a mamá y le pido que me abrace, volví a hablar con papá para pedirle que venga a casa a cuidarme. Le escribo a personas con las que jamás hablé en la vida solo porque te conocían a vos para saber qué facetas tuyas todavía puedo seguir descubriendo aún sin que estés acá. Escucho canciones de amor y me parece que todas hablan de vos. Te odio, te amo y te extraño en partes iguales.
Desde que te fuiste volvimos a rezar como chicos y a preguntarle cosas a los libros, al cielo y al mar; me doy cuenta de que empezamos a mirar para arriba, hacemos chistes en tu nombre y te buscamos en las nubes y en el ronroneo de los gatos y en todas las manchas de humedad de la pared. Entonces pienso que a lo mejor nos dejaste para obligarnos a creer en algo más.
Feliz día, a donde sea que estés.