qué hacer cuando mueren los buenos y viven los malos

¿Cuánto tiene que pasar hasta que algún alma bondadosa se apiade de nosotros y nos diga, de frente y sin titubear, que hay cosas que no son nuestra culpa porque la herencia no se elige, sino que solo se afronta?
Pienso en que en algún punto de la historia fuimos capaces de comernos el mundo y aún así decidimos masticar con cautela, con relativismo, con salvedades. No me enorgullece ni tampoco estoy segura de que, volviendo a tener la oportunidad de transgredir lo contemporaneo, no lo volviésemos hacer. Últimamente la desesperanza es moneda corriente y el anhelo que compartíamos desde la inocencia de un mejor pasar se deshizo como se deshilachan los pantalones sin dobladillos y las camperas de jean con costuras dudosas. Esta bien, qué se yo. Es comprensible. Pero pienso mucho generacionalmente porque nunca, jamás, una juventud tuvo tal acceso irrestricto entre sí sobre una globalización digitalizada como para ponerse de acuerdo en regímenes de acción y sin embargo acá estamos, sin ponernos de acuerdo y sin soñar con actuar. Estamos abusando de las palabras y creo que quizás también estamos abusando de la posibilidad de llorar.
Hay un lenguaje que compartimos porque estamos criados en base a prohibiciones tácitas que luego no supieron reflejarse en el día a día: todas las certezas, todos los terrores, todas las precauciones con las que nos educaron ya no sirven de nada porque lo instantáneo nos comió vivos cual plaga en un departamento chico. Muy chico. No es encantadora esta vida y no son encantadores los cimientos sobre los cuales la estamos sosteniendo. Nos están ofreciendo sucuchos en pésimas condiciones y al mismo tiempo nos vienen pidiendo que agradezcamos como si se tratase de una herencia multimillonaria. Larga historia corta, no lo es. No somos hijos de los noventa y no tenemos por qué actuar como tal. A nosotros nos criaron los dosmil, floricienta, la inestabilidad e incredibilidad, los pantalones sueltos, la tele con repertorio importado y las PC de escritorio saturadas de virus porque dejar a un niño de seis años descargando musica por Ares quizás nunca fue la mejor opción. Nuestro desarrollo fue tan de transición que ni siquiera se percataron en ponerlo a prueba. Siempre fuimos, a nuestro pesar, ratas de laboratorio de una modernidad con tanto miedo de perecer que tuvo que saturarse en color y forma al 100% para mantenernos cautivos y cautivados. Y acá estamos, sumisos. Todos tomando antidepresivos o ansiolíticos y criados a base de un popurrí de estímulos que nos arruinaron para siempre la capacidad de sentirnos completos y realizados. No nos prepararon para construir comunidades, solo nichos. No nos enseñaron a sobrevivir un mundo así de salvaje porque sencillamente el mundo, en toda su historia, nunca había sido tan enorme. En este momento esta todo en la palma de nuestras manos. El presente y el futuro. Y sin embargo nos paraliza la impotencia porque lo que hay fuera de nosotros, de nuestras habitaciones y círculos de pertenencia, no es más que la noción indescifrable de un estallido que vemos venir pero que no podemos detener. Es abrumador y sin embargo siento que estamos grandes como para ya haber jugado lo suficiente a ser víctimas de esta situación.
Considero que lo importante es no sucumbir ante la potencialidad y volver a las bases: a los botones y los zapatos de charol. No porque todo pasado haya sido mejor; pero porque es, al menos, lo que conocemos y con lo que sabemos lidiar. Parte del chiste de las comunidades digitales es que sean indescifrables, pervertidas, asquerosas, conmovedoras y adictivas. Y nuestro campo de batalla esta ahí. En la particularidad del salvajismo, en la monstruosidad de la globalización, en el error de creer que tener guita nos va a salvar de un divague humano que no hace otra cosa que arruinarnos en su masificación. No pueden suicidarse todas las buenas personas, y sin embargo se nos están muriendo todos. Alguien tiene que bancar la parada alguna vez y temo decir que, por desgracia, el peso de esta tarea generacional recae en nosotros. No hay tal pesada herencia porque la herencia suele venir acompañada de saberes previos que nos precedan para ir hacia adelante: y sin embargo, todo lo que venga de ahora en más, va a conllevar escalas tan atemorizantes que ni el manifiesto ni la doctrina más completa del siglo XX va a poder encausarlo.
Llega un punto, en la vida de todo hombre y de toda mujer, en el que toca que ponerse la parte de abajo del outfit de turno y asumir su rol contemporáneo sin adoptar lecturas ajenas y olvidadas. Somos más que eso aunque descubrirlo sea más arduo y menos cómodo. Norita se fue parandose de manos, con un ñieto desaparecido y una lucha insaciable bajo el pliegue del pañuelo. Sobre ese legado nos queda la competencia de relativizar este presente lo suficiente como para poder decir que si la altura no nos dió para alcanzar las circunstancias, al menos todo lo que hicimos no fue intentar combatirlas con angustia y desolación. Buscar alternativas es también apelar a que la única salida no sea huir de esta ciudad, de esta provincia, de este país, de esta contemporaneidad para que haya algo por lo que creer.